El pasado 17 de junio de 2016 entró en vigor la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas, cuya finalidad es, entre otras, tratar de garantizar y reforzar la independencia y objetividad de los auditores en el ejercicio de su actividad.
Lo más comentado en los foros económicos desde que se aprobó esta ley es el deber de rotación de la compañía auditora cada 10 años, lo que ha provocado movimientos muy vistosos y mediáticos entre las grandes empresas españolas (algunas llevaban con el mismo auditor 20 y hasta 30 años), dando pie a interesantes partidas de ajedrez (o más bien cambios de cromos) entre las compañías auditoras, especialmente las Big Four, que se reparten el 76% del mercado de auditoría en España (Expansión, 22/04/2016), el 100% si nos ceñimos a las empresas del Ibex 35 (El Confidencial, 26/09/2016).
Sin embargo, en nuestra opinión el aspecto más importante de la nueva ley no es ese, sino otro que ha pasado de puntillas y que podría llegar a aportar respuesta a una vieja demanda: la de poner coto a la voracidad de las empresas de auditoría en el mercado de la consultoría.
El negocio de la auditoría es un mercado maduro y con pocas expectativas de crecimiento (la única manera de ganar cuota de mercado es robársela a la competencia), por lo que durante los últimos años las auditoras (grandes, medianas y pequeñas) han reforzado sus líneas de negocio dedicadas a servicios de consultoría, servicios jurídicos, asesoramiento fiscal, corporate, y un largo etcétera.
Hasta aquí todo perfecto, quién mejor para hacer las nóminas o para ayudar a una multinacional a ahorrar en su factura fiscal (por poner dos sencillos ejemplos) que otra multinacional con expertos en estas áreas en todos los países en los que desarrolla su actividad. El problema viene cuando eres también el auditor de sus cuentas anuales, pues la expectativa de perder una fuente importante de ingresos podría comprometer tu objetividad a la hora de emitir un informe de auditoría negativo. Y es que las empresas de auditoría, en su afán por crecer y facturar cada vez más (una aspiración perfectamente legítima desde la lógica empresarial), hasta ahora apenas han pestañeado ante los evidentes conflictos de intereses que se manifestaban en algunos de dichos servicios.
Porque no nos engañemos, no es lo mismo redactar las Cuentas Anuales (por seguir con los ejemplos sencillos) de una sociedad cualquiera, que prestar dicho servicio a una sociedad cuyas cuentas tienes que auditar y validar. Es como ser juez y parte ¿no?
Pues bien, lo que hasta ahora no era más que una venta cruzada de servicios complementarios, y que como mucho se podía calificar de poco ético, se convierte directamente en ilegal.
Es de justicia reconocer que la mayoría de las empresas de auditoría habían ya establecido controles internos para evitar exponerse a estas actividades, pero es imposible determinar en qué medida estos procesos respondían a sus elevados valores morales o a campañas de imagen de cara a la galería. Ahora, dejamos de depender de la bondad de su corazón para disponer de una ley que dicta y enumera lo que puede y lo que no puede hacerse, de manera que nunca se vulnere el principio de independencia que obliga a todo auditor a abstenerse de actuar cuando pudiera verse comprometida su objetividad en relación a la información económico financiera a auditar.
Es cierto que ya había legislación al respecto, y es cierto que ésta ya establecía la prohibición de prestar servicios que pudieran generar conflictos de interés. De hecho, ni siquiera se ha modificado el régimen sancionador: la sanción económica máxima para una infracción muy grave sigue siendo el 6% de los honorarios facturados por la actividad de auditoría en el último año.
Pero sí cambia un detalle importante: la ley anterior se perdía en las generalizaciones y vaguedades a las que tan aficionados son los legisladores (aunque esa es otra historia), por lo que resultaba relativamente sencillo buscar un recoveco legal por el que escabullirse. Sin embargo, la nueva Ley 22/2015 se remite al Reglamento UE nº 537/2014 que, este sí, incluye una lista precisa y explícita de servicios prohibidos, entre los que se incluyen los siguientes:
- Servicios fiscales relacionados con la preparación de impuestos, derechos de aduana, búsqueda de subvenciones públicas e incentivos fiscales, asistencia en inspecciones, cálculo de impuestos directos e indirectos y asesoramiento fiscal en general.
- Servicios que supongan cualquier tipo de intervención en la gestión o la toma de decisiones de la entidad auditada.
- Servicios de contabilidad y preparación de los registros contables y los estados financieros (aquí se incluye la consolidación contable y la preparación de las cuentas anuales).
- Servicios relacionados con las nóminas.
- Concepción e implantación de procedimientos de control interno o de gestión de riesgos.
- Servicios de valoración, incluidas las valoraciones realizadas en relación con servicios actuariales o servicios de asistencia en materia de litigios.
- Servicios jurídicos relacionados con la prestación de asesoramiento general, negociación por cuenta de la entidad auditada y defensa del cliente en litigios.
- Servicios relacionados con la función de auditoría interna de la entidad auditada.
- Servicios vinculados a la financiación, la estructura y distribución del capital, y la estrategia de inversión de la entidad auditada.
- Promoción, negociación o suscripción de acciones de la entidad auditada.
- Servicios de recursos humanos relacionados con el control de costes, la estructura del diseño organizativo y otros (p.e. búsqueda y selección de cargos directivos con influencia en la preparación de los estados financieros).
Obviamente estas prohibiciones afectan a la auditora sólo en las sociedades a las que audita.
Eso sí, el “cliente final” perezoso y confiado puede estar tranquilo, pues nunca será sancionado. Aquel que tenga confianza ciega en que su auditor es el mejor cualificado para prestarle servicios profesionales marcados como incompatibles podrá seguir contando con dicho auditor sin temor a sanciones de ningún tipo, pues estas (que van desde las sanciones económicas hasta la inhabilitación) se dirigen únicamente al socio que firma el informe de auditoría y a la empresa auditora.
Es decir, el cliente final nunca será sancionado… al menos no directamente. Recurrir a tu auditor para un servicio prohibido por la nueva ley, aparte de servir para constatar que el auditor en el que tanto confiabas resulta ser un profesional con pocos escrúpulos, también te enfrentaría al riesgo de que el informe de auditoría sea puesto en entredicho, con las consecuencias negativas que ello podría tener para el negocio, suscitando dudas, por ejemplo, en entidades financieras, clientes, proveedores, organismos públicos… y generando finalmente la necesidad de repetir la auditoría, con los consiguientes retrasos, gastos y horas extra de dedicación requeridas para ello, y el posible daño reputacional temporal que se produciría hasta haber subsanado la situación.
La ley acaba de entrar en vigor, por lo que todo lo anterior es hipotético, pero la recomendación sería clara. Si eres el “cliente final”, no te compliques la vida.
Si ampliamos el campo de mira es obvio que también hay que felicitarse porque esta nueva ley contribuirá a mejorar la transparencia y fiabilidad de la información económica financiera de las grandes entidades de nuestro país, un elemento imprescindible para la buena marcha de cualquier economía de mercado (y si no que se lo digan a Bankia, Pescanova, Gowex, CAM, Novagalicia, Abengoa, etc.).
Todavía es pronto para aventurar qué es lo que va a pasar, si la nueva ley marcará un antes y un después en poner coto a las prácticas poco éticas (ahora ilegales), pues en definitiva todo dependerá de si existe voluntad real por parte de las autoridades competentes en aplicar la ley de manera seria y rigurosa.
Pero como reza el dicho popular, todo gran viaje comienza con un paso.